Por Félix Servio Docoudray
Reino del guayacán y el dividivi.
Desde el Mao hasta el Ámina por donde anduve.
Dura madera insobornable de estirpe numerosa en la sequía, que el hacha trajo a menos mordiendo el bosque antiguo por codicia.
«Zafra del guayacán» llegó a decirse.
A tal punto, que al río Yaque del Norte, acostumbrado a salir por la bahía de Manzanillo, le torcieron el final por cauce nuevo para que el agua inmemorial cargara troncos hasta la bahía de Montecristi donde el puerto esperaba con el barco.
Todavía, y a pesar de esos pesares, el guayacán tiene flores azules (como las del romero, niña isabel). De un azul breve, zafiro, forestal.
Y el dividivi blancas o marfil.
Y más allá cambrones y alpargatas en la fraternidad de las espinas.
Paisaje de cayucos asoleándose y el sisal consonante que plantaron e implantaron.
Membrácidos alados merodeando la auyama, coleópteros miméticos y yerbas venenosas.
Reino de la baitoa a más de lo ya dicho. Fino palo de blanca investidura.
Comarca de ríos y valles pertinentes.
Arrozales a causa del canal, y puentes.
Cañas de Esperanza y platanales.
Aldeas que el camino parte en dos ruralidades.
Quejumbrosas y al sol y electorales. Con derecho a «elegir y ser electos»; aunque dejadas de la mano de Dios y de elegidos.
Pero no fue así antes.
Hablo de muchos años y de siglos.
Anteriores al «Quisqueyanos valientes; alcemos»; y anteriores a Duarte, Sánchez, Mella.
Y todavía más atrás de las devastaciones de 1606, que aquí tuvieron plaza de desastre.
Y aún antes de Colón, siglos, y siglos y más siglos, cuando todavía ni soñaban las Antillas con la llegada de taínos y otros tales.
No había —no podía haber— bosques, aldeas, ni ríos ni mariposas.
Sino corales, peces (incluso el tiburón) y corales de nácar quebradizo. Porque aquí estaba el mar. (Ya su color vaticinaba la flor del guayacán ¿pero quién podía pensarlo?).
Primero el mar corría de Montecristi a Samaná, o viceversa, entre las dos cordilleras: a la Septentrional y la Central.
En ese tiempo el Cibao —territorio de algas y arrecifes— era el fondo marino de ese estrecho.
Sacó después el lomo que ha quedado en Licey partiendo aguas, y que es la parte más vieja —y el centro— del Cibao.
Desde ese «día» —siglos, milenios— en vez de un brazo único de mar, hubo dos profundas bahías o dos golfos mejor: uno hasta Samaná, otro hasta Montecristi.
26 millones de años después, o algo más, pasé yo con Marcano por el poblado de Ámina y me dijo: —Todo este valle que llega hasta Santiago y que a partir del río Ámina han apodado Sabana sin Provecho, era el golfo Yaquensi. Así llamó la Maury (Carlotta Maury, geóloga norteamericana) la parte por donde vamos, a toda la parte occidental del valle del Cibao.
Golfo del Yaque, pues, en castellano.
Porque entones el río no llegaba, ni cosa parecida, a ninguna de las dos bahías finales de su historia (Manzanillo y luego Montecristi) sino que se quedaba en el recodo más interior del golfo, por Baitoa, al pie de las montañas que en esa época tenían las faldas mojadas en el mar.
El Ámina no era todavía afluente del Yaque del Norte, puesto que él también, bajando desde las lomas de El Rubio, desembocaba directamente, por sí y ante sí, en el golfo Yaquensi. Y así mismo era el Mao.
Tuvieron que esperar a que el Yaque, alargándose, pasara frente a ellos, para llegar, hozando el suelo, hasta su curso.
En aquel mar miocénico empezaban a depositarse los asientos de la formación geológica Gurabo, en algunos sitios hasta con 1,500 metros de espesor, componente mayor, cuando se alzó del fondo, de casi todo el valle occidental.
Conchas derruidas y corales en vísperas de cal.
Y rocas camino de la arena y de la arcilla que los ríos cretácicos y eocénicos bajaban de las cumbres alfareras.
Relleno de aluvión echado al mar que acabó en piso del valle, igual que la caliza, mezclándose con ella.
O en cumbres de otras lomas. Como fue el caso de esas que en el viaje tuvimos casi siempre por delante: sierra del Viento y cerros de Boruco, en que se alzó la formación Gurabo.
—Son más jóvenes, desde luego, que la Septentrional y la Central; y lo más probable es que se hayan originado en un levantamiento de esa zona.
Por el centro del valle del Cibao, al sur del Yaque del Norte y al este del río Ámina, corren paralelas a las otras dos grandes cordilleras.
Con esta salvedad referente a la sierra del Viento, hace notar Marcano: está formada por las lomas
La Bosúa, Jaiquí Picao, Ámina, Mao Adentro y la loma de Samba, que termina junto al río Guayubín en la subida llamada La Gata. Pero a partir de la loma Mao Adentro la sierra cambia de rumbo y empieza a inclinarse ligeramente hacia el norte, en dirección convergente hacia la Septentrional.
¿Y el material que constituye estas lomas no muy altas?
Se lo pregunté cuando pasábamos por la sierra del Viento.
—Aquí el suelo —me dijo— es de caliza blanca, coralina. Algunos autores la tienen como formación Caliza Mao Adentro; pero es Gurabo desde la base hasta la cumbre. Los que hablan de la Caliza Mao Adentro se refieren a la parte superior de estas lomas, pretendiendo diferenciarla del resto, que es la Gurabo. La equivocación se origina en que cuando se efectuó esa identificación no se conocían los fósiles índices, que acabaron asimilando a la formación Gurabo la Caliza Mao Adentro. Los fósiles indican que aquello que se dio en llamar Caliza Mao Adentro no es otra cosa que el piso superior de la formación Gurabo; piso depositado en un mar poco profundo como lo muestra la abundancia de pelecípedos, que son moluscos que precisamente viven en aguas de ese calado.
Y otra vez regresemos al origen de este valle. El río Yaque del Norte, por ejemplo, empezó a cegar el mar rellenándole el fondo por Baitoa, con los materiales que traía de la montaña revueltos en susaguas. Y al irse levantando el fondo marino, fue haciendo en él su curso.
¿Cómo sabe usted eso?
—¿No te has fijado en que el Yaque no tiene barrancas a partir del oeste de Santiago? Esa es la prueba. La última barranca queda cerca de la confluencia del arroyo Jacagua, a unos 8 kilómetros, o menos, al oeste de Santiago.
Deducción a la vista: Baitoa y Santiago —en ese orden— se hallan en la parte más antigua del valle occidental del Cibao. En lo que fue el comienzo cuando el Yaque comenzó a formarlo. Y la parte más joven —la última en salir del agua— es la que está por Montecristi.
Y todo ese fondo que subía era Gurabo. (Hablo, naturalmente, de la formación geológica que tomó ese nombre, tantas veces mentada).
No fue ascenso parejo, sino articulado; como por piezas que fueron ajustando sus niveles.
—La parte más pegada a la cordillera Central (esa extensión situada al sur de la sierra del Viento) subió primero o quedó al descubierto antes que la parte norte, que siguió siendo mar.
O el golfo Yaquensi propiamente dicho, cuyo límite sur era, por tanto, esa sierra del Viento. Se extendía, pues, entre ella y la cordillera Septentrional, desde Montecristi hasta Santiago, con una pequeña prolongación, más angosta, enrumbada hacia la Central hasta las cercanías de Baitoa, 23 kilómetros al sureste de lo que hoy viene siendo la ciudad de Santiago.
Y por el centro de lo que entonces era el fondo de aquel antiguo golfo, y hoy valle, quedó tendido —y corre— el río Yaque del Norte.
Prosigamos repasando el paisaje con la vista.
Al sur de la sierra del Viento la formación Gurabo erige una serie de cerros alomados que llegan hasta las formaciones más antiguas (la Bulla, la Tabera) al pie de la montaña.
Pero del Ámina hasta el Guayubín ¿qué vemos?
Esos cerros del sur se van quedando cada vez más pequeños y acaban en las grandes sabanas onduladas de Las Caobas, Los Indios, Samba, en que también aparecen —dicho sea de paso—, a más de la Gurabo, la formación Bulla y la Cercado (llamada así por El Cercado de Mao).
¿Y por qué sabanas onduladas?
El mismo perfil de este paisaje de la lección enseña cómo se originaron.
En el principio allí hubo también cerros de poca alzada. Por ser bastante sueltos los terrenos de la formación Gurabo de que estaban hechos, la erosión les fue arrasando el tope hasta dejarlos en una serie de sucesivos lomos amplios y alargados pero de escasa altura que forman las ondulaciones típicas de estas sabanas. Son, pues, cerros residuales, a los bordes de cada uno de los cuales, además, corrían —y aún siguen corriendo— cañadas como la de Las Caobas y la cañada Samba.
Y así siguió la cosa hasta que el Yaque, que seguía en lo suyo, salió por Manzanillo.
Entonces vino el bosque primigenio, inicialmente metido entre marismas.
Después los palos secos y al cabo las espinas en los cactus.
Y empezaron a volar las mariposas.
Como la que Marcano, ahora en mayo y después de todo esto, recogió en su red: la Margaronia hyalinata. Atrae al macho con la hormona que segrega al menear un copete de escamas doradas sobre base negra que lleva en la extremidad del abdomen.
La Margaronia no vuela de día. Dormía y quedó en la red, tranquila, cuando Marcano azotó plantas con ella.
—Esta mariposa ataca las cucurbitáceas. Y eso quiere decir, por haberla encontrado, que aquí ha de haber auyamas.
Empezó a averiguar, y un niño que llegó a mirar le dijo:
—No, mi papá no siembra. Él trabaja en la cabuya. Pero ahí sí hay un hombre que tiene auyamas sembradas. Están pariendo ahora.
No se había equivocado. Y al rato apareció otra: una planta de cocombro, cerca de donde él había encontrado la mariposa.
Mientras cazaba con la red, Marcano cantaba en voz baja esta parodia de la «Malagueña salerosa»:
Margarooooonia hyalinata, besar tus labios quisiera…
Cerca iba el Ámina robusto, pataleando en la represa hasta despeñársele al dique y seguir —lo mismo el Mao— incansable e incansado, al cabo de tanto trabajar —millones y millones de años— formando el valle con rellenos, igual que el Yaque del Norte y los otros tales de la gran cuenca fluvial, que acabaron por vencer el golfo y, subiéndoloa valle, convertirlo en el reino del guayacán —la flor azul— el dividivi, y en reino de la baitoa donde el verdor parece una ternura.
Tomado del libro La naturaleza dominicana. Artículos publicados en el suplemento sabatino del periódico El Caribe, 1978-1989, t. I, Región Norte, Santo Domingo, Grupo León Jimenes, 2006.
Leyendo esta crónica sentí una sudoración profunda que aunque parezca paradógico, levemente bañaba mi piel y quemaba mi espíritu con un insondable desconocimiento que me hizo vivir y sentir en ayes plañideros, en la noche eterna en que vivo, al darme cuenta que soy un pequeño ente en el misterioso existir del homo sapiens.
ResponderBorrarAntonio Mateo Reyes.
Leyendo esta interesante crónica sentí una sudoración que brotaba de mis células que, aunque parezca paradógico mojaba mi piel y hacía arder mi espíritu con un insondable desconocimiento que me hizo vivir en ayes plañideros, en la noche eterna en que vivo, al darme cuenta que soy un pequeño ente en el misterioso existir del Homo Sapiens.
ResponderBorrar