Por Emilio Rodríguez Demorizi
Pero, ya era distinto, corría el año de 1862, era el segundo año de Anexión a España. La sangre del Abel dominicano, de Francisco del Rosario Sánchez y de sus tristes compañeros, la sangre escasa de los páritres, había ido creciendo como crecen los ríos a medida que se apartan de sus fuentes. Antes de un año volvería a ensangrentarse el suelo de la Patria, y de nuevo tendría Santana que empuñar la espada de las carreras, ahora envuelta en el siniestro brillo del marquesado.
Alguna visión del cercano y trágico futuro debió tener el héroe, cuando se decidió a disponer sus postreras voluntades.